Pido permiso para insultarla. Disculpe señorita, pero quiero que me explique quién la hizo tan descarada, quién le enseñó a besar sin amor, quién –maldita sea- le aconsejó burlarse de las mujeres como yo. Por qué se empeña en hacer infeliz a quienes la amamos, porque yo no soy la única y eso no me lo va a negar. Qué he hecho yo para merecer esto, diría una chica Almodóvar, con ese tono de lista y quizás un poco boba.
Dígame, por Dios, por qué se burló tantos años de mí, porque me fue cada noche más infiel que la anterior, por qué durmió sin dormir a mi lado, por qué decía te quiero cuando debía decir te amo, por qué me exprimió como un limón para luego tirarme a la basura.
Pido permiso para sacarla de mi vida, para matarla, para hacerla pedacitos y comérmela con mayonesa light. Porque usted fue mi obsesión y me la tragaré todita hasta olvidarla.
Habla Sandra, por qué fuiste tan mala conmigo, por qué nunca quisiste jugar bien en esta historia, por qué te burlaste de mis sentimientos.
Sandra no quiere hablar. Y yo he terminado mi monólogo bañada en lágrimas. Ella está y no está, como siempre. Presente y ausente, visible e invisible, compasiva y despiadada. Dice Sandra que yo lo sabía todo y que nunca me engañó. Su honestidad fue y es brutal.
La escena transcurre en un hotel llamado Hollywood, en la habitación Nicole Kidman, donde hay un jacuzzi rosado y una silla sexual de cuero, donde otras –no nosotras- ensayan alguna pose delirante. Hasta allí hemos llegado para poner fin a este amor desgraciado entre dos mujeres que nunca fueron nada.
Mi monólogo concluye cuando la veo peinarse, asomar a la puerta y decir adiós con esa sonrisa suya tan falsa que siempre te refriega en la cara un ‘lo sabías baby’.
Me quedo allí, repasando la película de mi vida, en una habitación de paredes turquesas adornadas con cuadros de estrellas hollywoodenses de los noventa. Huele a desinfectante y a sexo pasado. El baño está con la luz encendida. Hay una botella de vodka en la mesita de noche. El reloj se detuvo a las nueve de la noche, pero deben ser las diez de la mañana. En dos horas tendré que dejar el hotel, regresaré a mi casa, abrazaré a mi gata y dormiré hasta que Luz me despierte.
Me declaro culpable de haberla amado, pero ya es demasiado tarde para lamentos. Sé que todas las mujeres no son iguales, el problema es que yo me topé con la capitana del ejército de las peores y lo debo pagar
Conocí a Sandra en una calle muerta del Centro de Lima. Lima puede ser la ciudad más ingrata del mundo si no naciste en uno de sus 42 distritos. Yo no era de Lima, yo había llegado de un pueblo muy triste llamado San Juan, en el norte. No aparece en el mapa y si no fuera porque conservo fotos de mis padres y de mis abuelos en ese lugar casi juraría que el pueblo jamás existió. Lima me trató como a cualquier provinciano. Lima me agarró a cachetadas, me lanzó escupitajos y me hizo caer muchas veces. Hoy mismo, mientras doy vueltas por esta habitación, siento que la ciudad se está vengando por el poco amor que le tuve, por no admirar su belleza prestada de la colonia, por no contemplar con cariño sus callecitas estrechas, por no sentirme limeña, por sentir que jamás sería de aquí.
Lima es mujer. Y Sandra, para mí, es Lima. Ella resume todo lo que esta ciudad maldita es: un poco puta y un poco santa, caótica hasta el dolor, indiferente y cruel, falsa, engaña muchachas (os), teatrera, traicionera.
Yo no quisiera vivir en Lima sino en una de las playas de San Juan, donde las mujeres no se enamoran, pero tampoco te enamoran. Yo nunca debí haber salido de allí, pero decían mis padres que solo en Lima saldría adelante. Tuve entonces el presentimiento nítido de que aquí solo encontraría la muerte. Y así fue. Lima ha sido mi muerte y será mi tumba. No hay opción a resucitar.
Sandra se acercó a mí y me hizo la conversa, mientras yo devoraba un cartel de empleos mal pagados en una plaza del Rímac. Me dijo que todos esos trabajos eran muy malos, que solo te explotaban, que mejor había que arreglárselas sola. Cuando busqué el rostro de esa voz dulce que casi me susurraba al oído el mejor consejo del mundo mis ojos se quedaron prendados de su sobria belleza. Era una muchacha de cabellos lacios y marrones, carita ovalada y ojos negros. Tenía un lunar en el pómulo derecho. Era delgada, pero su jeans marcaba formas cómodas. Me enamoré de solo mirarla. Ella lo supo al instante. Me invitó a tomar una cerveza. Eran las doce del día. Yo le propuse un ceviche también. Y así empezó esta historia. Luego de las cervezas y el ceviche terminamos en un hostal. Yo jamás había estado con una mujer, pero siempre lo había deseado, porque siempre sentí que no me gustaban los chicos.
Sandra me devoró en media hora. Luego se fue a la ducha, se bañó y se fue. Yo quedé tendida en la cama, pensando qué sería de mí después de ella. Le había dado mi teléfono, pero ella no me había dado el suyo. Solo tendría que esperar. La quería. La quería ya.
Pasaron semanas, tres semanas, antes de que marcara mi número y me citara en un café del centro. Allí estaba: en una mesa, tomando una cerveza negra y fumando un cigarrillo rojo. Yo llegué con una rosa, que luego hice pedazos porque ella dijo que las cursilerías no iban con su gusto. Me había citado para invitarme a una fiesta. Tenía como humo en los ojos. Yo quería llorar. Sabía que esa fiesta sería el principio del fin.
Le dije que solo había pensado en lo de esa tarde, que estaba enamorada, que quería ser su novia. Sandra soltó una carcajada, como diciendo ‘pobre provincianita’. Le hablé de mi pueblo, le ofrecí conocer las playas de San Juan y la invité a cenar en lugar de ir a esa fiesta. Sandra dijo que no, que jamás plantaría a sus amigas, que tiempo para otras cenas sobraría, que no piense que la vida se termina ya.
En la fiesta ella bailaba sola, pero luego una corte de chicas la rodeó. Ella las besaba y las mordía con descaro, mientras yo la miraba embobada. Sandra no era mía ni lo sería nunca. Tenía 25 años y, según me dijo, era secretaria desempleada. Hablaba inglés y francés. Su sueño era trabajar y vivir, sobre todo vivir, en París. Mientras yo la contemplaba, una chica se me acercó y dijo: “No te enamores”. La miré y sin saber si debía preguntar algo más sentí que iba a llorar.
-Búscate otra, que no tenga pasado, que no tenga historia. Alguien como yo-, dijo. Y sonrío. Se llamaba Luz y era mucho más guapa que Sandra. Sin embargo, ya estaba escrito, Sandra sería mi ruina.
La noche transcurrió con Luz a mi lado y Sandra a varios metros, bailando con todas menos conmigo. Luz me propuso salir a pasear. Salí y en el camino fue sorprendida con un beso húmedo. Me sentía infiel y sucia, le dije que no podía, que Sandra y yo teníamos algo y que debía respetarlo. Luz me miró con lástima. Vamos a dormir juntas, dijo. Volví a la casa de la fiesta. Sandra estaba tumbada en un sofá, tocando las tetas de una tipa. Vamos, le dije a Luz.
El amor con Luz fue diferente. Luz se entregaba en el sexo, me tocaba y se dejaba tocar, me besaba y me pedía que no la dejara de besar. No me iba a enamorar, no sé por qué, pero no iba a pasar y se lo dije. Luz me abrazó y se durmió. Por la mañana, la pasamos en la cama, hablando de nuestras cosas, de su pueblo, Santa Catalina, y del mío. Le prometí llevarla y ella prometió llevarme. Me dibujó con un lapicero de tinta líquida un corazoncito rojo en el pecho. Me lo sopló para que secara y me pidió que pasara otra noche a su lado, que no me vaya. Le pedí que saliéramos a almorzar y que me acompañara a mi casa, pues debía darle de comer a Vodka, mi gata. Entonces, nos quedamos en tu casa, dijo. Acepté. Y al poco rato estábamos en mi casa, acurrucadas en la cama, yo hablándole de Sandra, mientras ella hablaba de ella, de lo que soñaba, de lo que quería, de lo mucho que la gustaba la música, y de lo bien que se sentí a mi lado. Yo me sentía bien, pero quería ver a Sandra.
Hay mujeres que te marcan para siempre por su indiferencia o por su amor. Sandra me marcó con su indiferencia y Luz con su amor. Ahora que no tengo a ninguna de las dos me pregunto cómo fui tan ciega.
Pasé tres años entre Sandra y Luz, rogándole a Sandra que me amara, y pidiéndole a Luz que me dejara. Al final siempre terminaba llorando en brazos de Luz.
Cuando decidí acabar con Sandra, harta de sufrir, abrumada por una depresión que casi me lleva al suicidio, Luz ya se había matado. Al verla muerta, sobre el pavimento de una avenida de Miraflores, donde terminan todos los desenamorados comprendí que estaba yendo muy lejos con ese amor enfermizo. Recuerdo muy bien el día de su muerte. Ella me llamó al celular, yo no contesté porque estaba haciendo el amor (bueno, sexo) por última vez (eso prometí) con Sandra. Dejó un mensaje: “Amor, solo quería decirte que no sirvo para nada, que no sirvo para ti, que pese a mis esfuerzos no supe ganarme tu cariño y tu pasión. Te dejo y me voy. Recuerda que yo fui la primera y la única que te pintó un corazón en tu pecho. Te amo”.
En ese instante me puse de pie y me cambié. Tomé un taxi y fui hasta ese puente de Miraflores, desde donde siempre planeamos matarnos. Allí estaba. Boca abajo, rodeada de tres policías y un sereno. En sus manos tenía una estampita de San Antonio. Lloré sobre su cuerpo, la besé y caí desmayada.
No podía aceptar que Luz ya no estaba, que ya no cantaría para mí, que no me dibujaría corazoncitos, que no me diría te amo, que no me llamaría diez veces al día para preguntarme si quería seguir viviendo y si ya la amaba.
Meses después Sandra me llamó. Me citó en el Hollywood. Ese día no hicimos el amor. Ese día hablé yo.
Luz me dejó un vacío irremplazable. Luz se había convertido en mi amor sin que yo me diera cuenta. Y ahora Luz no estaba. Y Sandra no me inspiraba más que rabia. Mil veces me dijo que ya estaba cerca el día en el que me amaría y que sería solo para mí, que ahora no podía dejar a esas mujeres, que vayamos despacio, que tiempo nos sobraba. Esa puta promesa me mantuvo a su lado, esperanzada en una mentira.
Ahora Luz no está. Ahora yo dibujo corazoncitos rojos en mi cuerpo, cierro los ojos y la extraño. Doy vueltas por el puente Videna y me pregunto si debo seguirla. No tengo valor para matarme. No puedo seguirte amor. Odio mi cobardía. No la puedo seguir como tampoco pude amarla, amándola, en esa vida que me regaló.
1 comentario:
Me quito el sombrero -y eso que no me lo quito muchas veces- ante tu pluma. BUeno, teclado, sabes a lo que me refiero.
Te dejo con una estrofa de El Flaco.
"Hay mujeres que tocan y curan, que besan y matan,
hay mujeres que ni cuando mienten dicen la verdad,
hay mujeres que abren agujeros negros en el alma,
hay mujeres que empiezan la guerra firmando la paz.
Hay mujeres envueltas en pieles sin cuerpo debajo,
hay mujeres en cuyas caderas no se pone el sol,
hay mujeres que van al amor como van al trabajo,
hay mujeres capaces de hacerme perder la razón."
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