13 de marzo de 2007

Ana, la NN

Corre. Le dijo corre, pero Ana se detuvo y la miró. Me quedo contigo, no importa lo que pase. Estaré aquí, te cuidaré. Un balazo le perforó el corazón. Cayó sobre el asfalto mojado por la lluvia, brilloso como un espejo. Su cabello negro le cubrió la mitad del rostro. Sus labios se cerraron. Sus ojos todavía abiertos no tuvieron tiempo para despedirse con esa mirada que le decía cada noche del adiós “no me he ido, estoy tatuada en tu piel”.
Unas sombras alargadas se perdían a bordo de un auto que también era una aparición de esas que sólo se distinguen nítidas en el insomnio. El silencio era pesado. La neblina densa, capaz de cortarse a navajazos. La sensación de haberlo perdido todo parecía in-creíble. Qué pasó, se preguntó Andrea. Demasiado tarde, ya había pasado. Y Ana yacía a sólo unos metros de sus botas. Dije corre, se repetía. Y por qué lo dijo. No lo sabía. Fue instinto. Algo espontáneo que le salió de adentro cuando presintió que esos pasos acelerados tras de ellas eran una mala señal. Pero no corrió con Ana. Quería desafiar al destino. Y ese estúpido reto le arrebató en segundos al amor de su vida.
No era únicamente ganas de ir contra el tráfico. Era algo más intenso. Qué. Se acercó a Ana. Te dije corre, murmuró. Te lo dije porque sabía que algo malo pasaría hoy. Habíamos reído demasiado en el departamento, habíamos hecho miles de planes, habíamos soñado despiertas... Y eso no se perdona, princesa. Eso no se perdona en un país de mierda como el Perú. Las paredes escuchan, los vecinos envidian la felicidad ajena, los extraños te miran mal. Te lo dije. Te dije que te vayas.
Le abrochó los dos botones de la blusa. Por el apuro de la pizza Ana dejó sin cerrar su camisa. Tocó su rostro. No pudo definir si ya estaba fría, porque las manos le sudaban helado. Cerró sus ojos. Entonces quiso creer que las cervezas que no tomaron la habían tumbado al suelo, como tantas otras noches. Estaba ebria. Ya le pasaría, ya se pondría de pie, la abrazaría y le diría “hoy no me voy a mi casa, soy toda tuya”. El estridente sonido de una sirena la despertó de lo imposible. Se apuró en quitarle la billetera. Era mejor que fuera una NN, pensó en ese instante. A nadie le importaría. Su padre está ciego y muy viejo para andar en esos engorrosos trámites. La morgue, los estudiantes de Medicina de la San Marcos, los buitres, se llevarán su precioso cuerpo. No interesa. Yo me quedo con su alma. Al viejo le diría que Ana partió a España. Total, ese era su plan más inmediato. Podría ir cada mes a leerle las cartas que yo misma escribiría. Y hasta le mandaría un cheque. Es de Ana, señor. Ella jamás se olvidaría de usted. Podría pagarle una enfermera o mandarlo a un asilo decente, comprarle chocolates y cuidar que nunca le falten los puros habanos que son su delirio.
El sonido de la sirena dejó de perturbar la noche. Andrea creyó que la ruta de los policías era otra. En Lima pasan tantas cosas: a un ex marino lo lanzan de un puente sólo por oponer resistencia cuando pretendían robarle un celular/a un millonario lo secuestran camino a la iglesia/ un torero desaparece con 1,200 dólares después de juerguearse a morir en la Calle de las Pizzas/ un feto es encontrado debajo de la banca de un parque.
Una chica linda es noticia, pero no ahora que nadie escuchó el balazo. Mañana querrán saber todo de la NN. Se inventarán una historia descabellada. Nadie sospechará que la mataron por amor. Ningún periodista tendrá el mal gusto de escribir que esa mujer perfecta era lesbiana. A nadie se le ocurrirá que yo le disparé.
Nadie tendría que imaginar la verdad: que Ana me engañaba, que su amor era ficción, que sus tatuajes jamás me los dedicó, que su cuerpo me esquivaba, que sus despedidas cariñosas eran únicamente huidas. Que jamás me amó. Que yo era su perseguidora, su sombra perpetua, su tumba. Pero le dije corre. Y supuso que mi pistola no tenía esa bala maldita. Que yo jamás la lastimaría. Creyó en mí. Aunque no dijo “te cuidaré”, ni “me quedo contigo”. Sólo murmuró que yo era incapaz de apretar el gatillo. No calculó que esto ya estaba planeado. Y su muerte será mi paz. Me llevo su recuerdo, las risas que no me regaló, los sueños que no compartió a mi lado. Ya nadie me dirá: “Andrea, no sé amar... Quisiera amarte, pero no puedo”. Ya nadie susurrará a mi oído que tener sexo no es hacer el amor. Que tocarla un rato está bien, pero todas las horas, todas las noches, un vicio, una obsesión. Hoy dormiré mejor que esas noches cuando la esperaba. Ana ya no está.

-16 de julio del 2002
02 y 24 a.m
El amor con Laura


La conocí una tarde, fue algo que premedité con alevosía. Salí de la oficina a eso de las seis, hora punta, Lima una completa mierda, gris como la panza de mi gato castrado, inmunda como siempre a esa hora cuando los desechos de los transeúntes se han acumulado en cada esquina. Iba caminando por Cailloma, buscando con ansiedad un cuerpo que abrazar, alguien anónimo que me diera lamidas de falso placer.
Necesitaba desesperadamente a una mujer. Laura era parte de la escenografía, una más y sin embargo, más bella que cualquiera. Bella con ese halo de sucia maldita. Desafió mi mirada con una sonrisa que dejó ver los pocos dientes que le sobrevivían. Su cabello, negro y brilloso, llamó mi atención. Me imaginé, de pronto, acariciándola. Era flaca, desgarbada, como la hermana de mi gato Farinelli. La falda que apenas alcanzaba a taparle los muslos me hizo pensar que allí debajo podía sucumbir. Y me acerqué: ¿Cuánto? Quince soles, respondió. Pero no hagas roche, no suelo atender a lesbianas.
Vamos en un taxi, camino a Miraflores, quiere una pizza, seguro que quiere una pizza, pensaba, mientras ponía una de mis manos sobre sus piernas. Laura supo desde el primer momento que esta sería una faena distinta, no iríamos al hotel de la vuelta, saldríamos a dar un paseo, bailaríamos en una discoteca y quizás, si nada se tropezaba con nosotras, el amanecer nos sorprendería. Laura no hablaba, solo me miraba entre sorprendida y cachosa, todavía se preguntaba qué mierda hacía con una mujer a su lado. Bajamos en Larco, directo a una trattoria, devoró la hawaiana, chupó sangría y preguntó: ¿Y ahora? A mi casa, dije. A tu casa, bien a tu casa. Y cuánto me vas a pagar. Lo que quieras, lo que te de la gana. Y antes de enrumbar a mi guarida, paramos en Gitano. Irrumpió en la pista de baile como una pantera, le robó el show a los travestis, sus movimientos frenéticos y sensuales me hicieron saber que esa madrugada no dormiría. La besé en un rincón oscuro, cerca al bar, lejos de los ojos que censuraban esa extraña conquista de ladys night. Su lengua mojada y suave me atravesó con fuerza. Sentirla me hizo perder el pudor, la prudencia. Le estaba haciendo el amor, mientras otros brindaban y hacían esfuerzos por disimular el bochorno de la escena que estaba protagonizando. Mis dedos salieron de ella con torpeza. La volví a besar. Me importaba muy poco ese dicho de que a las putas no se les besa. Laura no era una puta. En sus labios sentí que podía necesitarme.
-Vamos a tu casa-susurró.
La cama, destendida y sitiada por mis felinos, la esperaba. Lo que pasó todavía no logro explicarlo aún. Todavía me intriga pensar si eso fue una batalla carnal, un duelo bestial. Acabé mordida y con arañones. Ella dormía, la vi especialmente hermosa. Tendría unos treinta años, quizás más. En uno de sus pies tenía una cicatriz de quemadura, la piel seca y arrugada, las uñas rojas y mal cortadas. Besé cada milímetro de su cuerpo desnudo y pálido. Le hallé un tatuaje: la balanza de Libra y una fecha: 15-10-69. Sesenta y nueve. Se-sen-ta-y-nue-ve, repetí en voz alta. Abrió los ojos, dijo: 32 años. Sus brazos, como tenazas, me estrecharon. Nuestros alientos a cerveza y ron se mezclaron en un ósculo húmedo y largo.
-Quédate todo el día aquí. No iré a trabajar, solo quiero tenerte, te pagaré lo que me pidas…
-No tienes nada que pagarme, la pasé bien y no tengo razones para irme, nadie me espera-dijo, con cierta pena que opté por ignorar.
Esa mañana le preparé el desayuno más delicioso de su vida. Comimos en la cama, era casi mediodía. Voy a engordar, susurró, mientras acababa con los cabanossis. No importa, le dije. Por la tarde, vimos películas mexicanas y hacia la noche, salimos a recorrer el malecón de Chorrillos. Laura tomó mi mano, no le importó la gente, no le importó. De regreso a casa, hicimos el amor. Esta vez la sentí tierna y melosa. Laura era otra. Luego hablamos de nuestras vidas.
Le conté que era periodista y que de vez en cuando, cada noche del insomnio, escribía cuentos. Quiso encender la computadora para leer mis relatos. Pero mientras yo conectaba el aparato, ella se dio la vuelta. Vi lágrimas asomar en sus ojos. Qué pasa. No quiero leer, soltó. Por qué. Bueno, no tienen que interesarte mis historias, repliqué, algo ofendida.
-No sé leer.
Entonces le propuse ser su narradora. Se acomodó en el sofá como una niña, cruzó las piernas y se alzó el cabello para dejar sus orejas libres. No tenía cuentos de hadas, en mis historias no había princesas, tampoco caperucitas rojas, solo lobas y feroces. Yo solo sabía hablar de putas.
-Mejor lo dejamos para otro día, Laura.
-No, no… Quiero que me leas. Nadie lo ha hecho jamás para mí.
Tragándome la vergüenza que la situación me provocaba, empecé con el primer relato: “Ana, la NN”. Eran apenas tres páginas, Laura no dejaba de mirarme. Esa Ana soy yo, dijo de pronto. No eres tú, mi amor. Pero se me parece demasiado. Quizás sí. Todas las putas se parecen, pensé. Y me llené de culpa por pretender compararla a cualquiera de esas. Pasé la madrugada, leyendo la historia de una tal Jennifer, de otra llamada Paola y de muchas otras que -a veces- solo eran una inicial. ¿Y por qué nunca nadie se llama Laura? No lo sabía, no se me había ocurrido. Dormimos unas horas, volvimos a despertar, los cuerpos sudados y entrelazados. No te irás, verdad. No te vayas.
Quiero aprender a leer. Quiero que me enseñes.
A ella le tocaba ahora contarme su vida. Era puta, ya lo sabía.
-Me metieron al negocio desde muy niña, mi madre y su marido pensaron que ese era mi futuro. Y ya. Nunca me he enamorado de nadie, lo único que he hecho en todos estos años ha sido tirar- Quiso reír, pero la sonrisa se hizo una mueca triste.
-He tenido algunos romances, pero nada importante. Un par de veces me he acostado con mujeres, me gustó más… Pero no soy lesbiana, no he tenido con quién-. Ahora sí se sonrío. Y me besó, y me besó, y cómo me besó.
Debo ir al trabajo unas horas, solo unas horas. ¿Podrás esperarme? No me iré, no tengo a dónde ir. No vuelvas a Cailloma, le pedí y mi pedido se escuchó como una súplica. Si me dices que no vaya, no iré. Me sentí su dueña y eso, a la vez que me fascinaba, me llenaba de terror.
Dueña de Laura.
Los días transcurrieron quietos, como agua de piscina en invierno. Laura daba de comer a mis gatos con un afecto que a veces yo no sabía tener por el cansancio del trabajo y la flojera. Ella se encargaba de preparar la sopa de hígados y patas de pollo. Ella le cambiaba la arena y a mi regreso, me contaba con lujo de detalles lo que hacían cada uno de los seis. Nunca tuve tanta paz como en esa temporada junto a Laura. Fueron solo seis meses
Un día, al llegar a casa, encontré una carta llena de garabatos: “No haprendí a leer. Lo siento”.
No supe qué hacer, salí corriendo sin rumbo conocido. Me perdí en los bares y calles de Lima, pregunté por ella y nadie tuvo qué decirme. Nadie la conocía, se la había tragado la puta Lima.
Mucho tiempo después, una mañana de invierno, una nota policial se estrelló en mi cara: Laura se había suicidado. Nunca supe por qué, la noticia era breve y fría como el hielo, escrita sin corazón por una reportera sin alma, una coleguita incapaz de conmoverse. Una puta que se da vuelta, que se cuelga de una viga y dice adiós al mundo cruel.
Mis esfuerzos por llegar a la verdad no me dieron ninguna pista. La policía cerró el caso al día siguiente. Un suicidio como tantos otros. No había familia, ni nadie. Solo yo. La única que pudo decir que esa cicatriz fue mía. Pude enterrar su cuerpo y ponerle flores. Y me quedé con el final incompleto Qué le pasó a Laura, hasta hoy me lo pregunto. Acaso no la hice feliz, acaso no le di todo mi amor.
Una noche, de insomnio, alcancé aturdida una confusa conclusión: Laura sí había aprendido a leer y leyó, quizás, un cuento, el único que escribí sobre ella y el único que no le leí. Se llamaba “La chica de Cailloma”. Y aunque supongo que no entendió algunas palabras por rebuscadas y extrañas para su limitado léxico, creo que Laura pudo entender que a pesar del amor que le tenía, en los seis meses de relación me refugié en casa como si fuera una cárcel, ante el estúpido miedo de que me vieran con una mujer como ella: sin dientes, sin elegancia, sin estilo, sin clase. Eso lo decía en el maldito cuento. Lloré, lloré y lloré. Extrañé como nunca su cuerpo, extrañé su risa y busqué con premeditación y alevosía la pistola que siempre durmió debajo de mi almohada.

17-setiembre-2002