28 de enero de 2008

Resentimiento

Te pasa la factura. Cada tontera que haces, cada palabra mal dicha, cada lágrima inútil, cada mail estúpido, cada pataleta, cada mueca... Todo te pasa la factura. De nada sirve ir al psiquiatra para salvarte o visitar el psicólogo con puntualidad inglesa para entender tu absurda conducta. Si pretendías ser la mujer perfecta, optimista y exitosa, y trabajaste en el asunto con obsesión endemoniada, al final los que te acompañan en esa tortuosa resurrección te sacarán en cara el sufrimiento absurdo que padeciste, las lánguidas ganas de vivir que tuviste, la frigidez que te congeló. ¿Acaso nadie te da la mano desinteresadamente? Ahora, doce y algo de la madrugada, cuando las lágrimas vuelven a caer sobre tu cara y tu cigarro mentolado, te preguntas si valía la pena salir del hoyo para caer luego en uno peor. Te preguntas si hiciste bien en salvarte para luego sufrir desamor, indiferencia y asco, los mismos sentimientos que antes te hundieron en la depresión y el sin sentido. Ahora te preguntas, como mil veces en otra época, si eres tan mala, tan mierda, tan estúpida, tan poco inspiradora, como para transformar en infierno lo que alguna vez se pintó como paraíso.
No hay diazepanes ni neuryles ni nada en esta casa. Nada que te empuje a un sueño profundo y eterno, donde no haya reclamos ni juicios.
Cuando pensaste que las ganas de morir se habían diluido en la felicidad ahora esas ganas malditas irrumpen con fuerza, como para recordarte que siempre estarán allí, tan a la vuelta de la esquina, tan metidas en tí.
Es el comienzo de la depresión, acaso otra vez.

25 de enero de 2008

Amigos que perdí

Siempre le digo a mi pareja que la verdadera amistad se basa en los años de compartir, buenas y malas. Un amigo no es cualquiera, no es alguien a quien conoces hace un año, o con el que ocasionalmente trabajas o estudias. La amistad exige pruebas, de tolerancia, de amor, de dedicación, de espera y de solidaridad. En los últimos cuatro meses he perdido a dos amigas, a quienes contra todo pronóstico creía mis amigas entrañables, esas que siempre están para apoyarte, criticarte, darte un abrazo y, sobre todo, jamás traicionarte.
A un amigo uno le aguanta mucho, le aguanta -por ejemplo- que te mire mal. Lo conoces tan bien que sabes que es una pataleta. A un amigo le aguantas sus desapariciones y su mal humor. Le aguantas que no te sirva primero la chela o que no te haga probar su helado. Pero lo que no vale en este juego es la traición, la deslealtad.
No sé si he sido buena o mala amiga. De hecho, he perdido amigos por propia voluntad, porque de pronto se acabó la química, pero jamás -que recuerde- los he traicionado. Pues a mi me traicionaron dos y siento pena y ganas de llorar, pero al mismo tiempo me siento aliviada por haber descubierto que no valían ni una 'china'.
En este tiempo que los perdí recuperé también una vieja amistad, que me reconforta y ahora sé que no hay amor ni pareja que deba obligarte a renunciar a una amistad.
Esta amiga que ahora tengo muy cerca me dijo hace muy poco que los amores pasaban, pero los amigos -sobre todo yo- eran para siempre. Yo no quiero que los amores pasen por mi vida, quiero ser feliz con el amor que ahora tengo, y quiero también que mi amiga me dure para siempre. No es una utopía. Así será.
Perder a dos amigas en tan poco tiempo me ha costado rabia e insomnio. Pese a ello, creo haber encontrado el rumbo. Abrir los ojos y darte cuenta de que esas personas solo te buscan por un par de cervezas o por un capricho de trabajo te hacen dar cuenta de que es mejor haberlas desenmascarado. Duele, pero vale la pena abrir los ojos.
Hay personas que te dicen que son tus amigas, pero sus pruebas de fidelidad y amor no llegan nunca, siempre se quedan en el casi. Te llaman cuando están mal y cuando están bien simplemente noi existes. Esa es una falsa amistad, con la cual puedes vivir, pero no para siempre.
He sido demasiado confiada y cojuda en la vida. No quiero dejar de confiar y pensar que todos pretenden ponerme una piedra en el camino, no quiero ser una persona en constante alerta. Quiero ser la misma, mejor en muchas cosas, y bien lejos de aquellas que se burlaron de lo poco que le entregué.

Gracias M. y Z. por haberme hecho entender que amistades como las suyas no valen ni una 'china'.

24 de enero de 2008

No me gusta el pisco, sorry

Soy chelera, lo lamento. Y este rollo para reafirmar que el pisco es nuestro me pasa por el costado, no me mueve un pelo. Me caen bien los chilenos. Y si a unos pocos chilenos se les ocurre apropiarse del llamado licor de bandera, pues muy mal. No me atrevo a decir que Chile tiene la culpa. Es cosa, supongo, de unos pocos. El pisco no es mi trago y jamás lo será. Así lo mezcle con maracuyá.
Y el pisco sour, lo siento, mil sorrys, me parece abominable.
Sorry. Pero no permitiría que me quiten la Cristal, que nos roben Chorrillos, que pirateen la cara de mi gata y la pongan en su escudo. No, señores. Eso no. Con mi gata, con la Cristal y con Chorrillos no se metan. Ah, tampoco se roben a Vargas Llosa.

15 de enero de 2008

Reincidente

Frente al mar
en lista de espera
Tus ojos ausentes
Mis ojos ciegos
Y la palabra seca de tanto haber llorado
Y la garganta arañada
Frente al mar
Lejos de mi gata vieja
Que maúlla tu ausencia
Y mueve la cola como una puta en celo
A quien espera la eutanasia de tu amor
En el fin de sus días sin ti
Frente al mar
Años después, otra vez, reincidente
Busco una rosa que no se marchite
Un corazón abierto
Y hallo una esperanza muda
Encuentro un beso salvavidas
Esa mujer, esta vez no me fallará
Frente al mar
Esta mujer, cansada de querer morir
Graba en la arena lo que queda de su historia
Toca el viento
Y se resiste a fracasar, otra vez, reincidente
Frente al mar

9 de enero de 2008

Tarot

ME fui a leer las cartas con César, un experto en el asunto. Lo hice, como siempre que caigo en la tentación, con desconfianza e incredulidad. Esperaba que dijera lo de siempre: hombre blanco te apoya, mujer mestiza te tiene envidia, el futuro se ve prometedor, cuidado con las caídas... Situaciones comúnes.

Sin embargo, César fue una sorpresa. Me desnudó prácticamente. Dijo todo de mí, como si fuera un viejo amigo, lector de mis blogs o mi espía. No diré a partir de esta experiencia que creo en todos los esotéricos que hay en el planeta. Creo que César es un caso especial, y no lo endioso, simplemente pretendo volver.

La lectura del tarot que me hizo, más que predecirme el futuro, me ayudó a evaluar al presente, a darme cuenta de todo el tiempo que perdía en mi pasado, cuando el pasado es solo eso: pasado. Me dijeron que uno es su Presente y su Futuro. El pasado ya no es, ya no existe. Pero todos sabemos aquí lo que marca el PASADO, lo que duele, lo que jode, lo que nubla cada día. Sin embargo, debo admitir que comienzo a ver mi pasado como una buena herramienta para escribir, escribir es mi pasión y, por suerte, también es mi profesión. Me aprovecharé del Pasado, pero no sufriré con el Pasado. Al contrario, debo agradecer que salí de allí, que ya no me lastima ni me tortura. Es cierto, que llegan horas de nostalgia, pero cuando esa nostalgia es menos caótica y no te deprimes, descubres que no hay nada que se interponga hoy en tu presente y tu futuro.

Gracias a César tomé conciencia de lo poco que me importaba ya mi pasado, y de como vivía de él para producir historias, para hacer catarsis y pisar tierra.

César me dijo que era insoportable, pero que sabía amar. Y que mi pareja me amaba, y pensaba todo el día en mi, lo cual ya sabía, pero siempre es bueno que te lo repitan. Me recomendó tolerancia, pero no siempre se puede ser tolerante. Lo intento, y cuando lo intento mi pareja dice que estoy rara. No sé si le gusta mi carácter de leon enjaulado, pero sea como sea, entiendo que nadie me puede tener tanta paciencia como ella, así que intento tolerar lo que me jode de ella, lo cual no es fácil y acabo de perder la paciencia, pero al mismo tiempo le he dicho "ya amor", como para apagar las llamas de la indignación por haber desaparecido la música que recién bajé de Ares.

Y es que en verdad no es tan terrible. Terrible sería que me deje, por lo que he comenzado a bajar la misma música de Ares con la mejor cara que puedo inventarme a esta hora de la mañana.

Dijo César, tirando las cartas y pidiéndome que escogiera ocho de cualquier lado, que no me mudara. Y yo casi que lo tenía pensado. Y la verdad, me daba penita, porque cada día comienzo a querer más mi pequeño espacio alquilado, aunque paso más tiempo en la casa de mi amada. Me iba a mudar para estar más cerca de ella, pero quizás me quede, porque igual seguiré a su lado y, como dijo César, cuando me vaya de aquí será, al fin, a mi casa propia, una casa bonita, con espacio para mis cuatro gatas.

No soy supersticiosa o quizás sí. No lo sé, en verdad. Y creo que no tiene nada de malo. Quizás no lo sea. Amo los gatos negros, paso debajo de las escaleras y los martes 13 me tienen sin cuidado.

Creo que César no es un esotérico. Es un consejero. Un médico del alma. Perú.21, el diario donde laboro lo entrevistó, y allí César dijo que sus clientes eran como pacientes, con problemas en el alma. Así llegué yo hasta su consultorio, con el alma inquieta, llena de angustias por mi futuro y preocupada por pelear tanto con mi amor. Pero ahora estoy en paz. Y no sé si por César o porque me gustó escuchar que ella me ama cada segundo un poquito más.

3 de enero de 2008

Ana volvío

(lo escribí en noviembre de 2004)




A Hilda, sensatez y sentimiento.
A ese corazón que un día se cansó de crecer,
que reventó de amor en una sala de quirófano.



1

Hilda fue la primera que la vio llegar a esa casa que siempre parecía una feria con gente entrando, tropezando y saliendo. Cuenta la vieja tía que esa mañana, casi al mediodía, Ana apareció con ese vestidito fresa que le permitía lucir sus curvas y que por cosas de la naturaleza le calzó perfecto cuando apenas tenía los once años y ya parecía de dieciocho. Tenía el cabello desordenado, nada raro, en su habitual costumbre de despeinarse con el viento. Caminaba de prisa, con la cabeza altiva, como si buscara algo desde muy arriba, como esos perros que simulan tener una ruta premeditada cuando en verdad nada los espera. Ni un pedazo de carne, menos un hueso, decía Hilda, cada vez que se detenía a estudiar la conducta de los famélicos canes del barrio.
Ana apareció así ese día. No saludó a la tía Hilda y se dirigió hasta el final del callejón para rezar un Ave María. Su rostro, pálido y triangular, parecía desencajado por muchas amanecidas frías. La tía pensó que la pobre Ana quizás no había probado bocado, pero se mordió la lengua antes de correr en busca de una fuente repleta de mariscos, el plato preferido de la muchacha, y el único que jamás faltaba en casa de pescadores. Sabía que esos silencios, que esa preocupación capaz de moldear en su cara una gran ojera, tenía un nombre. Hilda se hizo la ciega. Bajó los ojos a la chalina que hace años tejía y destejía de puro aburrimiento, y tarareó un bolero, como si con ella no fuera la cosa.
Pero la cosa era con ella. Hilda había criado a Ana desde los siete años cuando la encontró deambulando por el muelle de Agua Dulce. Lo primero que le llamó la atención fue su mirada fiera. No parecía triste, parecía contenida, a punto de explotar por sabe Dios que demonios. Hilda le invitó unos panes con jamonada. Ana los devoró. Hilda supuso que no estaba perdida. Que se había fugado. La llevó a la casa. Y sin preguntarle a sus hermanos si la pequeña podía quedarse, le armó una cama en su habitación.
Hilda tenía entonces 40 años. Era soltera y no pensaba casarse porque amaba en secreto a un sujeto del que sólo quedaba una fotografía en sepia tomada quizás en el Puente de los Suspiros de Barranco. Hilda era una mujer de buen carácter, a pesar de ese dolor que en ocasiones la sumía en la más impenetrable tristeza. Solía recoger gatos de todos los colores y dar de comer a los perros de la calle. Era amiguera y aunque nunca se subió a una bolichera a pescar con sus cuatro hermanos, se consideraba una mujer del mar. Sus manos siempre olían a Perico y cangrejo.
La casa de quincha y adobe se ubicaba exactamente al frente de la playa. Era una casona que con los años se transformó en solar. Mucha gente del muelle se arrimó allí sin pedir permiso. Había espacio y química. Así que Hilda adoptó a Ana sin siquiera anunciar el acontecimiento. Hilda se había hecho mamá a los 40 años.
La relación entre Ana e Hilda fue formidable. Ana la llamaba Hilda, pero ante sus amigas del colegio 7074 jamás dejó de presentarla como su madre. Hilda se sentía orgullosa de la chica. A medida que crecía se iba poniendo más guapa. Y era inteligente, según las monjas del plantel. Y tenía futuro. A Ana le pronosticaron varias profesiones: médico (le gustaba andar metida en el tópico del colegio, curando a las compañeras que se caían, husmeando en el botiquín, aprendiendo los primeros auxilios); abogado (defendía las causas justas. Memorable fue la huelga que organizó cuando expulsaron a una novicia por el solo hecho de haber sido hallada in fraganti mientras retozaba con el jardinero a unos pasos del confesionario); policía (alguna vez confesó que su sueño era apretar el gatillo contra el más buscado de los delincuentes); y, finalmente, hasta monja (rezaba con devoción el Ave María y se sabía los siete pecados capitales, y todas las cosas que saben esas santas que nacen con el hábito puesto).
Pero a los 14 años Ana le dijo a Hilda que sería puta.
-No una puta cualquiera, una señora puta-dijo, como quien anuncia que al día siguiente se va de paseo al parque de Las Leyendas.
Hilda quedó paralizada. Sólo atinó a decirle que lo pensara bien, que no le parecía una profesión decente, pero que era su vida y no era tarea de ella andar cambiándole de ruta. Tú sabes lo que es bueno y lo que es malo. No eres tonta. Sólo piénsalo.
Hilda comenzó a indagar en el barrio las andanzas de su muchacha. No descubrió nada para asustarse. Dos enamorados conocidos: el ayudante de pescador de tío Pablo y el guachimán del muelle. Quería saber si Ana había tenido relaciones. Tomó el toro por las astas, como siempre. Y como siempre inspiraba respeto, los jóvenes –no mayores de veinte años- acabaron por confesar.
El ayudante del pescador lo explicó así: “Sólo la he besado, por mi madrecita. Ni siquiera probé tocarla, señora. Le juro”.
El guachimán del muelle fue más detallista, quizás más sincero: “Con el respeto que usted se merece, le digo que sí, sí la he tocado, pero por encima de la ropa. Nada más, le juro. La Ana no es tonta, sabe que no debe llegar a más”.
Ana era flaca, pero esbelta. Parecía una modelito de las revistas. El barrio babeaba por ella. Hilda la vestía bien sin pensar que en esos trajes diminutos, Ana descubriría el secreto de su éxito con los hombres.
A pesar de este temor que mantenía insomne a Hilda, la relación no se resquebrajó. Ana pasaba mucho tiempo al lado de ella, le sacaba las canas y la peinaba. Le contaba sus sueños y los chismes de la playa. Le adelantaba los finales de las telenovelas y le traía regalos de la vuelta del colegio. Hilda siguió consintiéndola, acaso la consintió aún más. Sabía que tarde o temprano la perdería, que el mar de la vida la arrastraría lejos de sus brazos.
Fue a los 17 años cuando Ana decidió partir. En esos tres años que pasó desde su alucinada confesión de querer ser puta cuando otras niñas aspiran a convertirse en maestras o actrices, tuvo sólo un novio fijo. Lo trajo de Barranco, de una fiesta en el parque. Era, según las vecinas, un cuerazo. Y lo era, pero a Hilda le trajo malos recuerdos. Su galán secreto también era barranquino.
El muchacho, al fin, pasó por la vida de Ana sin dejar huella. Fue el primero con el que se acostó, pero nada para perder la cabeza. Así se lo contó Ana a Hilda.
El día de la partida, Ana se tendió a llorar en la cama. Era la primera vez que se le veía así. Parecía frágil e indefensa. Hilda la abrazó. No podía modificar su destino, no le diría quédate. Tampoco abriría las puertas de la casa. Se la imaginó como un pez a punto de caer en la red de un pescador curtido. Si la suerte lo acompaña se escapa a otros mares. Si es audaz rompe la malla. Si no tiene sentido de lo que es sobrevivir se dejará atrapar y hundir. Ana tenía que romper la malla, escapar y construirse un destino, así sea de puta.
El corazón de Hilda se estrujó. Ya por esos días el médico del seguro le había detectado un extraño mal al corazón. La muerte no le vendría por un paro cardiaco, sino el día en que ese órgano, símbolo del amor, comenzara a crecer de manera incontrolable. Sufría algunos ahogos y decía que estaba queriendo demasiado, lo cual significaba un milímetro más de corazón y un milímetro menos de vida. La gente pensaba que era una broma. Ana la tomaba en serio. Y no quería estar allí para contar esos últimos latidos, no lo podía resistir. Hilda era lo único que aprendió a amar desde que su verdadera madre fue asesinada por el caficho que la alquilaba. Cuando la policía llegó, Ana ya había empezado su huída. Era fácil de suponer que algún vecino se ofrecería a cuidarla. Nadie la atrapó. De micro en micro, llegó a Chorrillos. Rompió la malla, escapó, se hizo hija de una buena mujer y ahora le tocaba cobrar venganza.


2



Recuerdo todavía su rostro. Era linda, pero amarga como el café que tomaba al llegar a casa, a eso de las seis de la mañana. Yo la esperaba despierta. No había pegado los ojos en toda la noche, sólo aguardaba su presencia. Olía a un perfume de flores muy fuertes y a veces, su aliento me decía que había bebido hasta hace apenas un par de horas atrás. A esa hora, cuando los gallos del vecindario comenzaban a cantar desaforados, Noelia irrumpía en casa con esas llaves que desarmaban la puerta y que a mí me hacían brincar. Daba tumbos al entrar, me miraba y corría a la cocina. El café, el café. Su cabello negro y ondulado hasta los hombros le caía muy bien. No me gustaba que se lo cortara chiquito. La mirada de mi madre era azul y sus labios -casi siempre- morados como sus largas uñas. Era una mujer despampante. Yo lo sabía, lo había escuchado en el barrio. Vivíamos en Bellavista, cerca al mercado modelo del Callao y al bar “La Pantera Rosa”, un lugar de tantos que parecía apuntalado por una hoja. A mí me daba miedo pasar por allí. Creía que un soplo, un aire fuerte, se traería abajo esa construcción derrotada por los años. Pero lo peor estaba adentro.
Las paredes tenían todos los colores de la paleta de un pintor. Todos los colores, mezclados a la mala, como manchas. Había aserrín en el piso. Las mesas eran de madera vieja. La primera vez que puse los brazos en una de ellas, se me clavaron tres astillas. El lugar estaba repleto a cualquier hora. Daba lo mismo llegar a las diez de la mañana, o a las nueve de la noche. La mayoría bebía pisco, aguardiente y guinda. Mi mamá era amiga del Pantera y por eso, me llevaba allí. Iba a ayudar, pero desaparecía y El Pantera se encargaba de entretenerme con cuentos que nunca sabía terminar.
No era cosa de todos los días sucumbir en ese espantoso guarique. Íbamos los viernes y sábado. Decía mi madre que esos días ganaba mejor. Yo presentía muy bien lo que en ese cubil pasaba. No era tonta. Mi mamá era puta. Y El Pantera, su men, su caficho, su dueño, el que la alquilaba, o el que la hacía rodar de hombre en hombre. El Pantera era un negro inmenso, que usaba camisas floreadas y zapatos blancos de charol. Algunos comentaban que era maricón. Nunca lo supe, pero el nombre del bar algo tenía que ver con esos rumores. Mamá no me aclaró las dudas. Coqueteba con él, lo besaba en la boca, y se dejaba estrujar. Parecían buenos amigos, hasta ese día que Pantera apareció en mi casa. Ese día, 29 de noviembre, cinco balazos acabaron con Noelia. Yo lo vi todo: estaba detrás de un mueble de madera. Lo único que escuché de la boca sucia del negro fue: “Te jodiste, Noelia. Me fallaste y hasta aquí nomás llegamos, puta desgraciada”. El Pantera ni siquiera pestañeó. Era un maldito de sangre congelada. Mamá murió inmediatamente. Ese día, después de muchos meses, pude darle un beso. Juré vengarme.
Esta historia se la conté a Hilda antes de coger mi mochila y volver al Callao. Ella, con ese amor al que no sabía poner corsé, me dijo: “Mata a quien tengas que matar, pero vuelve para darme un beso”.


3

Ana volvió para darme un beso. Solo entonces entendí que era el final. Para ella y para mí. Qué sentido tenía seguir intentando un mundo diferente. Cuando las sirenas de los patrulleros comenzaron a sonar sin tregua, cerré los ojos, agarré las manos de mi niña y me comencé a morir, presintiendo que el final también había llegado para ella. Se había vengado, sabe Dios de cuántos desgraciados.

Vacaciones

Comenzaron mis vacaciones 2008. Siempre en enero. No puedo trabajar en enero, porque los rayos del sol y la sensación de relajo que deja el fin de año y el comienzo del nuevo año me adormecen. Es en verano cuando duermo más, cuando las ganas de trabajar se me van al diablo y solo quiero estar en mi cama, encogida alrededor de mis gatas, fumando, tomando un café, o bebiendo una cerveza heladita. No tengo que irme al fin del mundo para disfrutar de las vacaciones. Me basta no ir a trabajar, no ver las mismas caras de siempre, no responder mails por obligación, no asistir a reuniones, no ser responsable de nada. Es en enero también cuando la playa me llama. Y solo la playa es capaz de empujarme de la cama. Amo el mar y quiero bucear, y disfrutar la sensación de que peso menos bajo el agua.
Es en vacaciones cuando leo y como más, cuando ordeno mis libros y me hecho más cremas. También me lleno de nostalgia, pero nada grave, nada que me lleve al doc otra vez.
Las vacaciones pasadas fueron un infierno, y las antepasadas también. Lo único que disfruté ciertamente fue mi cama y el mar. Por lo demás, el caos y la desazón de aquella relación me atormentaron. Eran vacaciones tiempos para pelear, para encararnos la triste realidad que vivíamos. Ahora es diferente. Quizás porque vivo sola o quizás porque, pese a todo, mi nuevo amor sí me ama.
No tengo planes en estas vacaciones. Los clásicos campamentos que siempre organizo, así sean para mi sola. En esta ocasión, mi pareja es una debutante. No tiene idea de lo tortuoso que es cargar las carpas, mochilas y coolers. No se imagina lo floja que soy en la playa. No sabe que doy más órdenes que en tierra firme. Que no se encender la parrilla, que odio el humo del carbón o la leña, por lo que me siento a mirar como otros hacen la cena. No sabe que me puedo pasar las horas frente a una cerveza, cubierta de arena, sin pensar en nada. Pero la quiero llevar y espero que disfrute a su acompañante exclusivo: yo.
No tengo planes ambiciosos. Solo descansar y disfrutar de mis espacios: mi casa, su casa, mis calles, sus calles, mis playas, Chorrillos y ahora La Punta.
Es en vacaciones cuando uno toma grandes decisiones. La última que tomé fue abandonar mi ex casa. Ocurrió en febrero más o menos. Y no me arrepiento.
La antepenúltima fue en mayo de 2006, cuando también tomé vacaciones y decidí buscar pareja por internet, dispuesta a darme una oportunidad.
Tampoco me arrepiento. Fue en vacaciones que decidí pagar la deuda que tenía con la universidad y no me arrepiento.
En vacaciones, veo ahora, me pego màs a Internet. No me arrepiento. Pero me duele la espalda.
Recuerdo mis tres últimas vacaciones de verano, repitiendo la misma frase: "Me cagas las vacaciones".
Mis vacaciones recién comienzan. Creo que me las merezco y espero que no sean tan atroces como aquellas que ya casi he olvidado, pero que siempre me traen un sinsabor a la boca.