
Quería acostarme con todas las chicas que se cruzaban en mi camino.
Quería beber hasta que cierre el bar.
Quería aprender a bailar.
Quería tener mi billetera llena de dinero para las noches locas.
Quería una computadora y un beeper.
Quería firmar mis notas en el diario.
Quería escribir cuentos sórdidos.
Quería hacer un trío con dos chicas de cabello negro.
Quería enamorarme perdidamente de una mujer llamada Alejandra (que solo existía en Sobre Héroes y Tumbas de Sábato).
Quería un departamento.
Quería ser ‘mamá’ de una gata.
Quería tomar café como los grandes.
Quería un equipo de música, y una tele a color.
Quería mandar a la mierda a toda mi familia.
Quería recibir cartas de amor.
Quería dormir a las 5:00 a.m., y ver el amanecer con un cuerpo desnudo al lado.
Quería hacerlo en la playa, de noche, y tomando sangría o vino en caja.
Quería terminar la universidad y conocer el éxito.
Quería escaparme con alguna chica fuera de la ciudad y decirle Te amo sin amarla.
Quería preservar mi rol de activa en la cama.
Quería grabar en un casete canciones de amor.
Quería pintar las paredes de mi habitación de rojo.
Quería fumar una cajetilla de cigarros sin ahogarme.
Quería una reconciliación de película, en plena calle, rodeada de autos y de gente que se conmovía y espantaba ante la cursi e inusual escena en la Lima pacata de los 90.
Quería recordarle todos los días a mi madre que era independiente gracias a mi trabajo.
Quería todas las botas rudas del mundo.
Quería tropezarme con todos los errores hasta aprender la lección. ¿Cuál? La de la vida, esa que desconocía, y que en el fondo me daba menos miedo que hoy a los 34.