3 de enero de 2008

Ana volvío

(lo escribí en noviembre de 2004)




A Hilda, sensatez y sentimiento.
A ese corazón que un día se cansó de crecer,
que reventó de amor en una sala de quirófano.



1

Hilda fue la primera que la vio llegar a esa casa que siempre parecía una feria con gente entrando, tropezando y saliendo. Cuenta la vieja tía que esa mañana, casi al mediodía, Ana apareció con ese vestidito fresa que le permitía lucir sus curvas y que por cosas de la naturaleza le calzó perfecto cuando apenas tenía los once años y ya parecía de dieciocho. Tenía el cabello desordenado, nada raro, en su habitual costumbre de despeinarse con el viento. Caminaba de prisa, con la cabeza altiva, como si buscara algo desde muy arriba, como esos perros que simulan tener una ruta premeditada cuando en verdad nada los espera. Ni un pedazo de carne, menos un hueso, decía Hilda, cada vez que se detenía a estudiar la conducta de los famélicos canes del barrio.
Ana apareció así ese día. No saludó a la tía Hilda y se dirigió hasta el final del callejón para rezar un Ave María. Su rostro, pálido y triangular, parecía desencajado por muchas amanecidas frías. La tía pensó que la pobre Ana quizás no había probado bocado, pero se mordió la lengua antes de correr en busca de una fuente repleta de mariscos, el plato preferido de la muchacha, y el único que jamás faltaba en casa de pescadores. Sabía que esos silencios, que esa preocupación capaz de moldear en su cara una gran ojera, tenía un nombre. Hilda se hizo la ciega. Bajó los ojos a la chalina que hace años tejía y destejía de puro aburrimiento, y tarareó un bolero, como si con ella no fuera la cosa.
Pero la cosa era con ella. Hilda había criado a Ana desde los siete años cuando la encontró deambulando por el muelle de Agua Dulce. Lo primero que le llamó la atención fue su mirada fiera. No parecía triste, parecía contenida, a punto de explotar por sabe Dios que demonios. Hilda le invitó unos panes con jamonada. Ana los devoró. Hilda supuso que no estaba perdida. Que se había fugado. La llevó a la casa. Y sin preguntarle a sus hermanos si la pequeña podía quedarse, le armó una cama en su habitación.
Hilda tenía entonces 40 años. Era soltera y no pensaba casarse porque amaba en secreto a un sujeto del que sólo quedaba una fotografía en sepia tomada quizás en el Puente de los Suspiros de Barranco. Hilda era una mujer de buen carácter, a pesar de ese dolor que en ocasiones la sumía en la más impenetrable tristeza. Solía recoger gatos de todos los colores y dar de comer a los perros de la calle. Era amiguera y aunque nunca se subió a una bolichera a pescar con sus cuatro hermanos, se consideraba una mujer del mar. Sus manos siempre olían a Perico y cangrejo.
La casa de quincha y adobe se ubicaba exactamente al frente de la playa. Era una casona que con los años se transformó en solar. Mucha gente del muelle se arrimó allí sin pedir permiso. Había espacio y química. Así que Hilda adoptó a Ana sin siquiera anunciar el acontecimiento. Hilda se había hecho mamá a los 40 años.
La relación entre Ana e Hilda fue formidable. Ana la llamaba Hilda, pero ante sus amigas del colegio 7074 jamás dejó de presentarla como su madre. Hilda se sentía orgullosa de la chica. A medida que crecía se iba poniendo más guapa. Y era inteligente, según las monjas del plantel. Y tenía futuro. A Ana le pronosticaron varias profesiones: médico (le gustaba andar metida en el tópico del colegio, curando a las compañeras que se caían, husmeando en el botiquín, aprendiendo los primeros auxilios); abogado (defendía las causas justas. Memorable fue la huelga que organizó cuando expulsaron a una novicia por el solo hecho de haber sido hallada in fraganti mientras retozaba con el jardinero a unos pasos del confesionario); policía (alguna vez confesó que su sueño era apretar el gatillo contra el más buscado de los delincuentes); y, finalmente, hasta monja (rezaba con devoción el Ave María y se sabía los siete pecados capitales, y todas las cosas que saben esas santas que nacen con el hábito puesto).
Pero a los 14 años Ana le dijo a Hilda que sería puta.
-No una puta cualquiera, una señora puta-dijo, como quien anuncia que al día siguiente se va de paseo al parque de Las Leyendas.
Hilda quedó paralizada. Sólo atinó a decirle que lo pensara bien, que no le parecía una profesión decente, pero que era su vida y no era tarea de ella andar cambiándole de ruta. Tú sabes lo que es bueno y lo que es malo. No eres tonta. Sólo piénsalo.
Hilda comenzó a indagar en el barrio las andanzas de su muchacha. No descubrió nada para asustarse. Dos enamorados conocidos: el ayudante de pescador de tío Pablo y el guachimán del muelle. Quería saber si Ana había tenido relaciones. Tomó el toro por las astas, como siempre. Y como siempre inspiraba respeto, los jóvenes –no mayores de veinte años- acabaron por confesar.
El ayudante del pescador lo explicó así: “Sólo la he besado, por mi madrecita. Ni siquiera probé tocarla, señora. Le juro”.
El guachimán del muelle fue más detallista, quizás más sincero: “Con el respeto que usted se merece, le digo que sí, sí la he tocado, pero por encima de la ropa. Nada más, le juro. La Ana no es tonta, sabe que no debe llegar a más”.
Ana era flaca, pero esbelta. Parecía una modelito de las revistas. El barrio babeaba por ella. Hilda la vestía bien sin pensar que en esos trajes diminutos, Ana descubriría el secreto de su éxito con los hombres.
A pesar de este temor que mantenía insomne a Hilda, la relación no se resquebrajó. Ana pasaba mucho tiempo al lado de ella, le sacaba las canas y la peinaba. Le contaba sus sueños y los chismes de la playa. Le adelantaba los finales de las telenovelas y le traía regalos de la vuelta del colegio. Hilda siguió consintiéndola, acaso la consintió aún más. Sabía que tarde o temprano la perdería, que el mar de la vida la arrastraría lejos de sus brazos.
Fue a los 17 años cuando Ana decidió partir. En esos tres años que pasó desde su alucinada confesión de querer ser puta cuando otras niñas aspiran a convertirse en maestras o actrices, tuvo sólo un novio fijo. Lo trajo de Barranco, de una fiesta en el parque. Era, según las vecinas, un cuerazo. Y lo era, pero a Hilda le trajo malos recuerdos. Su galán secreto también era barranquino.
El muchacho, al fin, pasó por la vida de Ana sin dejar huella. Fue el primero con el que se acostó, pero nada para perder la cabeza. Así se lo contó Ana a Hilda.
El día de la partida, Ana se tendió a llorar en la cama. Era la primera vez que se le veía así. Parecía frágil e indefensa. Hilda la abrazó. No podía modificar su destino, no le diría quédate. Tampoco abriría las puertas de la casa. Se la imaginó como un pez a punto de caer en la red de un pescador curtido. Si la suerte lo acompaña se escapa a otros mares. Si es audaz rompe la malla. Si no tiene sentido de lo que es sobrevivir se dejará atrapar y hundir. Ana tenía que romper la malla, escapar y construirse un destino, así sea de puta.
El corazón de Hilda se estrujó. Ya por esos días el médico del seguro le había detectado un extraño mal al corazón. La muerte no le vendría por un paro cardiaco, sino el día en que ese órgano, símbolo del amor, comenzara a crecer de manera incontrolable. Sufría algunos ahogos y decía que estaba queriendo demasiado, lo cual significaba un milímetro más de corazón y un milímetro menos de vida. La gente pensaba que era una broma. Ana la tomaba en serio. Y no quería estar allí para contar esos últimos latidos, no lo podía resistir. Hilda era lo único que aprendió a amar desde que su verdadera madre fue asesinada por el caficho que la alquilaba. Cuando la policía llegó, Ana ya había empezado su huída. Era fácil de suponer que algún vecino se ofrecería a cuidarla. Nadie la atrapó. De micro en micro, llegó a Chorrillos. Rompió la malla, escapó, se hizo hija de una buena mujer y ahora le tocaba cobrar venganza.


2



Recuerdo todavía su rostro. Era linda, pero amarga como el café que tomaba al llegar a casa, a eso de las seis de la mañana. Yo la esperaba despierta. No había pegado los ojos en toda la noche, sólo aguardaba su presencia. Olía a un perfume de flores muy fuertes y a veces, su aliento me decía que había bebido hasta hace apenas un par de horas atrás. A esa hora, cuando los gallos del vecindario comenzaban a cantar desaforados, Noelia irrumpía en casa con esas llaves que desarmaban la puerta y que a mí me hacían brincar. Daba tumbos al entrar, me miraba y corría a la cocina. El café, el café. Su cabello negro y ondulado hasta los hombros le caía muy bien. No me gustaba que se lo cortara chiquito. La mirada de mi madre era azul y sus labios -casi siempre- morados como sus largas uñas. Era una mujer despampante. Yo lo sabía, lo había escuchado en el barrio. Vivíamos en Bellavista, cerca al mercado modelo del Callao y al bar “La Pantera Rosa”, un lugar de tantos que parecía apuntalado por una hoja. A mí me daba miedo pasar por allí. Creía que un soplo, un aire fuerte, se traería abajo esa construcción derrotada por los años. Pero lo peor estaba adentro.
Las paredes tenían todos los colores de la paleta de un pintor. Todos los colores, mezclados a la mala, como manchas. Había aserrín en el piso. Las mesas eran de madera vieja. La primera vez que puse los brazos en una de ellas, se me clavaron tres astillas. El lugar estaba repleto a cualquier hora. Daba lo mismo llegar a las diez de la mañana, o a las nueve de la noche. La mayoría bebía pisco, aguardiente y guinda. Mi mamá era amiga del Pantera y por eso, me llevaba allí. Iba a ayudar, pero desaparecía y El Pantera se encargaba de entretenerme con cuentos que nunca sabía terminar.
No era cosa de todos los días sucumbir en ese espantoso guarique. Íbamos los viernes y sábado. Decía mi madre que esos días ganaba mejor. Yo presentía muy bien lo que en ese cubil pasaba. No era tonta. Mi mamá era puta. Y El Pantera, su men, su caficho, su dueño, el que la alquilaba, o el que la hacía rodar de hombre en hombre. El Pantera era un negro inmenso, que usaba camisas floreadas y zapatos blancos de charol. Algunos comentaban que era maricón. Nunca lo supe, pero el nombre del bar algo tenía que ver con esos rumores. Mamá no me aclaró las dudas. Coqueteba con él, lo besaba en la boca, y se dejaba estrujar. Parecían buenos amigos, hasta ese día que Pantera apareció en mi casa. Ese día, 29 de noviembre, cinco balazos acabaron con Noelia. Yo lo vi todo: estaba detrás de un mueble de madera. Lo único que escuché de la boca sucia del negro fue: “Te jodiste, Noelia. Me fallaste y hasta aquí nomás llegamos, puta desgraciada”. El Pantera ni siquiera pestañeó. Era un maldito de sangre congelada. Mamá murió inmediatamente. Ese día, después de muchos meses, pude darle un beso. Juré vengarme.
Esta historia se la conté a Hilda antes de coger mi mochila y volver al Callao. Ella, con ese amor al que no sabía poner corsé, me dijo: “Mata a quien tengas que matar, pero vuelve para darme un beso”.


3

Ana volvió para darme un beso. Solo entonces entendí que era el final. Para ella y para mí. Qué sentido tenía seguir intentando un mundo diferente. Cuando las sirenas de los patrulleros comenzaron a sonar sin tregua, cerré los ojos, agarré las manos de mi niña y me comencé a morir, presintiendo que el final también había llegado para ella. Se había vengado, sabe Dios de cuántos desgraciados.

1 comentario:

Doris dijo...

increibles, me encantan tus historias!